domingo, 22 de junio de 2008

El guardián entre el centeno

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Artículo de Gustavo Martín Garzo publicado en El País, el domingo 15 de junio de 2008.

Suscribo todo, pero he resaltado el texto que más a captado mi atención:

LA EDUACIÓN DE LOS NIÑOS

En una ocasión, Fabricio Caivano, el fundador de Cuadernos de Pedagogía, le preguntó a Gabriel García Márquez acerca de la educación de los niños. "Lo único importante, le contestó el autor de Cien años de soledad, es encontrar el juguete que llevan dentro". Cada niño llevaría uno distinto y todo consistiría en descubrir cuál era y ponerse a jugar con él. García Márquez había sido un estudiante bastante desastroso hasta que un maestro se dio cuenta de su amor por la lectura y, a partir de entonces, todo fue miel sobre hojuelas, pues ese juguete eran las palabras.

Es una idea que vincula la educación con el juego. Según ella, educar consistiría en encontrar el tipo de juego que debemos jugar con cada niño, ese juego en que está implicado su propio ser.
Pero hablar de juego es hablar de disfrute, y una idea así reivindica la felicidad y el amor como base de la educación. Un niño feliz no sólo es más alegre y tranquilo, sino que es más susceptible de ser educado, porque la felicidad le hace creer que el mundo no es un lugar sombrío, hecho sólo para su mal, sino un lugar en el que merece la pena estar, por extraño que pueda parecer muchas veces. Y no creo que haya una manera mejor de educar a un niño que hacer que se sienta querido. Y el amor es básicamente tratar de ponerse en su lugar. Querer saber lo que los niños son. No es una tarea sencilla, al menos para muchos adultos. Por eso prefiero a los padres consentidores que a los que se empeñan en decirles en todo momento a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se preocupan para nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero también, otorgar, obligarse. Querer para el que amamos el bien.Tiene sus peligros, pero creo que éstos son menos letales que los peligros del rigor o de la indiferencia.

Y hay adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear conocerle y querer acercase a su mundo. Y la habilidad en tratar a los niños sólo puede provenir de haber visitado el lugar en que éstos suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los pequeños cosas que no están en condiciones de hacer. ¿Pediríamos a un pájaro que dejara de volar, a un monito que no se subiera a los árboles, a una abeja que no se fuera en busca de las flores? No, no se lo pediríamos, porque no está en su naturaleza el obedecernos. Y los niños están locos, como lo están todos los que viven al comienzo de algo. Una vida tocada por la locura es una vida abierta a nuevos principios, y por eso debe ser vigilada y querida. Y hay adultos que no sólo entienden esa locura de los niños, sino que se deleitan con ella.

San Agustín distinguía entre usar y disfrutar. Usábamos de las cosas del mundo, disfrutábamos de nuestro diálogo con la divinidad. Educar es distinto a adiestrar. Educar es dar vida, comprender que el dios del santo se esconde en la realidad, sobre todo en los niños.
En El guardián entre el centeno, el muchacho protagonista se imagina un campo donde juegan los niños y dice que es eso lo que le gustaría ser, alguien que escondido entre el centeno los vigila en sus juegos. El campo está al lado de un abismo, y su tarea es evitar que los niños puedan acercarse más de la cuenta y caerse. "En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos". El protagonista de la novela de Salinger no les dice que se alejen de allí, no se opone a que jueguen en el centeno. Entiende que ésa es su naturaleza, y sólo se ocupa de vigilarlos, y acudir cuando se exponen más de lo tolerable al peligro. Vigilar no se opone a consentir, sólo consiste en corregir un poco nuestra locura.

Creo que los padres que de verdad aman a sus hijos, que están contentos con que hayan nacido, y que disfrutan con su compañía, lo tienen casi todo hecho. Sólo tienen que ser un poco precavidos, y combatir los excesos de su amor. No es difícil, pues los efectos de esos excesos son mucho menos graves que los de la indiferencia o el desprecio. El niño amado siempre tendrá más recursos para enfrentarse a los problemas de la vida que el que no lo ha sido nunca.
En su reciente libro de memorias, Esther Tusquets nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella piensa que el niño que se siente querido de pequeño puede con todo. "Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez". Pero la mejor defensa de esta educación del amor que he leído en estos últimos tiempos se encuentra en el libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Es un libro sobre el misterio de la bondad, en el que puede leerse una frase que debería aparecer en la puerta de todas las escuelas: "El mejor método de educación es la felicidad". "Mi papá siempre pensó -escribe Faciolince-, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo". Y unas líneas más abajo añade: "Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido mucho menos feliz".

Los hermanos Grimm son especialistas en buenos comienzos, y el de Caperucita Roja es uno de los más hermosos de todos. "Érase una vez una pequeña y dulce muchachita que en cuanto se la veía se la amaba. Pero sobre todo la quería su abuela, que no sabía qué darle a la niña. Un buen día le regaló una caperucita de terciopelo rojo, y como le sentaba muy bien y no quería llevar otra cosa, la llamaron Caperucita Roja". Una niña a los que todos miman, y a la que su abuela, que la ama sin medida, regala una caperuza de terciopelo rojo. Una caperuza que le sentaba tan bien que no quería llevar otra cosa. Siempre que veo en revistas o reportajes los rostros de tantos niños abandonados o maltratados, me acuerdo de este cuento y me digo que todos los niños del mundo deberían llevar una caperuza así, aunque luego algún agua-fiestas pudiera acusar a sus padres de mimarles en exceso. Esa caperuza es la prueba de su felicidad, de que son queridos con locura por alguien, y lo verdaderamente peligroso es que vayan por el mundo sin ella. "Si quieres que tu hijo sea bueno -escribió Héctor Abad Gómez, el padre tan amado de Faciolince-, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad".


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lunes, 9 de junio de 2008

5. Pau Riba

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Sigo con el diario del embarazo, bifurcaciones y aledaños.

Ayer domingo, en "Qui els va parir" (TV3), Pau Riba, tras ser interrogado por qué estilo de educación prefería, respondió "No", a lo que el entrevistador adujo que semejante respuesta no tenía sentido.

Riba aclaró que como no creía en la educación, tampoco podía decantarse por ningún estilo de educación, que somos los padres quienes nos educamos con los hijos, sobre todo si abrimos los ojos y las orejas, en un proceso que dura toda la vida. Haro Tecglen prefería el republicano término "instrucción" a "educación", porque este último comparte origen etimológico con "dictadura" y "Duce". Por eso existe un juez de instrucción, que se instruye, se informa de las actuaciones que desembocarán o no en un juicio. El niño hace lo mismo desde que nace: se instruye, es sujeto activo, no pasivo como a veces se intenta hacer creer. No necesita a nadie que venga desde fuera a educarlo. En todo caso, necesita como mucho a alguien que actúe como guardián entre el centeno: agazapado para actuar sólo en caso de peligro.

Hoy le han tomado medidas al nasciturus: 231 milímetros (podría dormir en una nuez). Nos dice la doctora que todo va bien... ¡porque Cristina está muy mal! (por las náuseas). Son las hormonas en movimiento que ha puesto en marcha 231, y que son síntoma de vitalidad y salud. La Marina (mi hija, no mi madre, ni el ejército correspondiente) me ha enseñado estos años que no es necesario educar a nadie y que nadie necesita ser educado por mí. Del mismo modo, esta personilla ya se está alimentando sin necesidad de que su madre haga nada por ella, y ha empezado su proceso de autogestión, ahora de sus alimentos, su descanso y sus posturas intrauterinas... más tarde, espero, de sus ideas, sentimientos, relaciones y experiencias.
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4. Decíamos ayer...

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Hoy que he decidido retomar esto, caigo en que justo se cumple un mes de que nos enteramos de nuestro nuevo estado. Esta coincidencia, con la que tanto disfrutará M. se une a otra en la que, a buen seguro, también reparará: la fecha prevista de nacimiento es el 16 de enero, que es el 26 aniversario de la muerte de la única abuela que he conocido. M. da mucho valor a estos datos simbólicos. Yo como bueno gallego por osmosis que soy, ni le doy valor a estas coincidencias ni se lo dejo de dar. Sólo las constato y las recopilo.

Recapitulación:

Mi padre me debe 7 u 8 menús. Le cobro en especie así los 71 euros que tuve que abonar al laboratorio para que me comunicasen si tenía o no los anticuerpos de la varicela debido a su falta de memoria. Ayer se lo eché en cara y le impuse esa penalización. La cuestión es que me libro, porque parece que la pasé y, por ahora, Marinita se ha salvado puesto que ya ha pasado el tiempo de incubación que, según nuestros cálculos, acabó el 6 de junio.

Se cierra así el capítulo de la varicela.
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